Vas por la ciudad y de pronto te chocas con un enorme cartel que dice “prohibido arrojar basura”, justo al lado de una montaña hecha precisamente de ella.
Diablos,
deseas sacar tu vehículo, pero no puedes hacerlo, porque algún cristiano muy considerado, se le
ocurrió dejar su carrito, allí, en la entrada a tu cochera donde se exhibe un mayúsculo
letrero que dice “cochera no estacionar”.
Vas
a ejercitarte al parque, pues necesitas ya mismo una dosis de buenas endorfinas,
para relajarte y sacudir el estrés acumulado por lo aplastante que resulta la
vida en la ciudad, cuando de repente te embarras las zapatillas con excretas de
algún can, no obstante, los sendos letreros de advertencia estratégicamente ubicadas
en todas las puertas del parquecito, indican, “obligatorio
recoger las excretas de tu mascota”.
Hay
una serie de pautas y normativas cuyo sentido está en hacer de la ciudad un
lugar más vivible. Sin embargo, no hay manera de que acatemos las disposiciones, no
hay amenaza penal o legal, fiduciaria o económica o moral o educativa, que nos
haga cambiar de actitud, no la hay.
Nos
obstinamos en hacer lo opuesto, es como si lleváramos un gen recesivo, pero a
su vez, dominante, que determina este tipo de comportamiento, es inevitable no
se puede controlar.
La
única solución que se me ocurre, es apelar a la “psicología inversa”.
De
esta manera hay que deshacernos de todos los letreros, ordenanzas, antiguas y estrenar
las nuevas: “Estacione donde quiera y como quiera", "permitido comercio ambulatorio las 24 horas”, “Obligatorio arrojar basura
en cualquier calle”,” Circular en cualquier dirección”, “Prohibido recoger las excretas
del perro”, “Miccione en cualquier lugar”, en fin.
Ya
que todos los reglamentos, ordenanzas, preceptos, leyes, versículos y todo en
general lo pervertimos, no respetamos y hacemos lo opuesto a lo que se nos
exhorta. De esta manera, de seguro, nos lanzaría a alcanzar ese grado de desarrollo
humano hasta hoy esquivo.
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